En este caso, la clave se encuentra en el ‘papel’ que juega el sistema inmunológico. En este caso, cuando se produce una intolerancia alimentaria se genera una reacción adversa de nuestro organismo, no ya porque se considere el alimento como una amenaza, sino porque nuestro aparato digestivo no cuenta con las ‘herramientas’ suficientes para absorber o asimilar sus componentes. En este caso, nuestro sistema inmunológico no actúa.
El ejemplo clásico de este tipo de problemas es el de la intolerancia a la lactosa. El paciente no dispone de las enzimas necesarias para la digestión de la lactosa, por lo que el consumo de queso, yogures o leche le provoca meteorismo, dolor abdominal y diarrea.
Por regla general, un problema de intolerancia alimentaria no tiene por qué suponer una amenaza seria para la persona que la sufre, más allá de las molestias y dolores físicos que ésta experimenta hasta que expulsa el producto que la ocasionó.
El problema es mayor cuando hablamos de alergias alimentarias. En este caso, el sistema inmunológico de la persona identifica y reacciona ante la ingesta de un alimento o componente del mismo, ya que lo considera una amenaza. Lo habitual es que dicha reacción adversa se produzca a partir de la inmunoglobulina, un anticuerpo que nuestro organismo produce de manera natural para combatir el ‘mal’.
La liberación en el organismo de químicos como la histamina provoca síntomas y sensaciones en el paciente, que pueden ir desde vómitos y cólicos estomacales hasta serios casos de diarrea, erupciones cutáneas, oclusión de las vías respiratorias, hinchazón en la lengua u otras partes del cuerpo. En este caso, sí estamos ante un problema que puede llegar a ser muy serio.
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